Guatemala

Más de 800 familias han sido expulsadas en Guatemala por megaproyectos y sin alternativas dignas. Conoce cómo la violencia legalizada afecta a comunidades indígenas en Monte María, El Estor y el Valle del Polochic.

Derechos Negados Latinoamérica 

En Monte María, un caserío rodeado de verdes montañas en Tucurú, Alta Verapaz, el silencio fue interrumpido por disparos. Era la madrugada. Las familias apenas habían tenido tiempo de empacar. La policía irrumpió con una orden judicial para desalojarlos. Un agente murió y cinco resultaron heridos. Entre el humo de las casas incendiadas y el llanto de los niños, quedó en evidencia una tragedia recurrente en el campo guatemalteco: la violencia disfrazada de legalidad para despejar la tierra.

Los desalojos forzados en Guatemala no son nuevos, pero han tomado fuerza con la expansión de megaproyectos: explotación minera, monocultivos como la palma africana, y la construcción de hidroeléctricas. “Lo venden como desarrollo, como fuentes de empleo”, dice Lázaro Serrano, secretario general del Sindicato de Campesinos Independientes, “pero para nosotros significa expulsión y miseria”.

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En El Estor, Izabal, casi un centenar de familias indígenas fueron desalojadas. Tras la intervención policial, grupos particulares prendieron fuego a sus casas. Los afectados, con teléfonos móviles en mano, grabaron el horror. La comunidad acusó a una empresa rusa de tener intereses mineros en la zona, lo que amenaza con contaminar el Lago Izabal, el más grande del país. “La misma policía comete injusticias contra el pueblo”, denuncia Carlos Mérida, líder indígena.

La criminalización también es parte del despojo. “Vivimos bajo amenaza permanente”, añade Estuardo Mazariegos, otro dirigente comunitario. Los desalojos, en su mayoría, no consideran el derecho ancestral sobre la tierra de los pueblos indígenas, quienes han habitado y cultivado esas tierras durante generaciones.

En audiencias internacionales, mujeres maya Q’eqchi’ han relatado cómo, sin previo aviso, les quemaron la ropa, incluso a las embarazadas. “Nos dejaron sin alimentos, sin identidad”, contó una de ellas ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En muchos casos, la ropa tradicional destruida forma parte esencial de su cultura.

Según la Organización Mundial contra la Tortura, más de 800 familias han sido expulsadas en la última década solo en el Valle del Polochic. Algunas emigran a Estados Unidos, otras se refugian en la zona fronteriza con México, como los desplazados de Laguna Larga, en Petén, quienes viven desde 2017 en condiciones precarias, sin servicios básicos, bajo la sombra de un destacamento militar instalado en lo que fue su escuela.

“No son desalojos con alternativas, no nos dicen: váyanse de aquí, pero tendrán vivienda allá. Solo aparece un supuesto dueño, y con respaldo del gobierno, nos echan”, reclama Serrano.

Las imágenes de niños desnutridos en campamentos improvisados contrastan con los discursos oficiales de asistencia humanitaria. “Les llevan frijoles, arroz, tal vez atol. Pero un niño necesita leche, vitaminas, vegetales”, advierte Edgar Pérez, miembro de la sociedad civil guatemalteca. La asistencia es escasa, insuficiente y esporádica: en 2017, 2021, 2022 y 2024 hubo entregas puntuales de alimentos, pero sin una solución estructural.

Frente al abandono, la dignidad. Una joven de El Estor levanta la voz: “Estamos a tiempo de tomar conciencia, de luchar por una vida en armonía con nuestra madre tierra”.

En Guatemala, la tierra sigue siendo motivo de conflicto. El desarrollo, para muchos, aún llega con fuego, armas y desalojo. En palabras de un poeta maya: “En este pequeño país… todo queda lejos”. Para los desplazados, la justicia, la vivienda y la paz siguen demasiado lejos.

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