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Uso de la fuerza, censura velada y protocolos antipiquetes: la democracia Argentina se enfrenta a uno de sus momentos más críticos.

Derechos Negados Latinoamérica 

El sonido estridente de los altavoces en la estación Constitución retumba entre los pasajeros: «Por disposición del Ministerio de Seguridad, queda prohibida cualquier manifestación que obstruya el libre tránsito. Las fuerzas de seguridad actuarán conforme a la ley». La voz grabada se repite como un mantra, pero nadie parece escuchar.

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Afuera, una fila de policías con escudos y cascos vigila los accesos. Hace apenas una hora, una abuela fue arrastrada por el pavimento mientras intentaba cruzar hacia la Plaza de Mayo. Alguien grabó el momento con el celular: sus manos temblorosas, el grito ahogado, el uniforme azul que la empujó sin miramientos. El video ya circula en redes con la etiqueta #ArgentinaReprimida.

Protesta

«El que las hace las paga»

Las palabras del presidente Javier Milei resuenan en cada pantalla: «Los buenos son los de azul, y los hijos de puta que andan con trapos en la cara y queman autos tienen que ir presos». Pero en las calles, la línea entre «buenos» y «malos» se desdibuja. Desde diciembre de 2023, el protocolo antipiquetes y el despliegue de tanquetas, gases lacrimógenos y balas de goma han convertido las protestas en campos de batalla.

El 12 de marzo, Pablo Grillo, un fotoperiodista de 28 años, cayó con el cráneo fracturado por una lata de gas lacrimógeno. Mientras los médicos luchaban por su vida en el Hospital Fernández, la ministra Patricia Bullrich lo acusó en cadena nacional: «Es un militante kirchnerista». La imagen de Grillo sangrando en el pavimento contrasta con la frialdad del discurso oficial.

«Esto es peor que la dictadura»

Carlos Alberto, jubilado de 72 años, apoya su bastón contra una pared cerca del Congreso. Sus ojos vidriosos miran hacia ninguna parte mientras habla: «En el ’76 me paraban con un fusil en la espalda. Pero hoy ni siquiera puedo salir de mi casa sin que me pidan documentos. ¡Esto es una mierda!». A su lado, una joven socorrista, Santiago Gutiérrez, cuenta los heridos de la jornada: «Más de 300. Gases, balas de goma, traumatismos… y mucho miedo».

Las cifras no oficiales hablan de detenidos arbitrarios, ancianos golpeados y periodistas amenazados. Amnistía Internacional ya alertó sobre el uso excesivo de la fuerza, pero el gobierno insiste en que «no hay represión, solo orden».

Argentina, entre la memoria y la resistencia

Mercedes, una docente de 38 años, señala las vallas que cercan la Plaza de Mayo: «Gastan millones en reprimir mientras los jubilados eligen entre comer o comprar medicamentos». Su voz se quiebra cuando recuerda a Beatriz, la anciana que atendieron los socorristas después de que un chorro de agua la derribara. «Nos están quitando hasta el derecho a indignarnos», dice.

Pero en Argentina, la memoria duele y resiste. Pedro, otro jubilado, sonríe con ironía: «Milei cree que nos va a doblegar, pero el argentino es rebelde. La calle no se negocia».

El pulso continúa

Mientras el gobierno insiste en que las protestas son «planes del populismo», las universidades, los sindicatos y hasta los artistas se suman a las movilizaciones. Sabina Frederic, exministra de Seguridad, advierte: «Estamos a un paso de perder derechos constitucionales».

Pero en las esquinas, donde los pañuelos blancos de las Madres de Plaza de Mayo se mezclan con las banderas de los jóvenes, hay un mensaje claro: No van a callarlos.

—¿No tenés miedo de morir en la calle?, le preguntan a Carlos Alberto.

—¿Miedo? —responde, ajustándose la boina—. Después de lo que viví, este payaso no me asusta.

La democracia Argentina sigue respirando, pero la pregunta persiste: ¿Hasta cuándo?

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